Hace calor, mucho. Lo normal que dicen los de aquí. Y es que aunque estamos a mediados de septiembre, Sevilla es Sevilla y no perdona. Bochorno y treinta y tantos grados cuando el sol ya ha dejado paso a la luna. Lo mejor para refrescarse entonces es una cervecita bien fría, bien aderezada con una tapita. Así hemos engañado al hambre y cogido fuerzas para pasar la noche.

Y la noche nos lleva hacia la calle Betis. Puede que suene un poco a "typical tourist", pero sí, me gusta la calle Betis. Me gusta poder pedirme una cerveza, o un mojito o una copa y sacarme el vaso a la calle para charlar mientras se oye de fondo la música o mi conversación se mezcla con la de la pareja de al lado. Me gusta salir del bar, cruzar la calle y sentarme de espaldas al Guadalquivir. Me gusta apoyarme en la muralla y girarme un poco para ver la otra orilla, ver la Maestranza, afinar la vista y distinguir la Torre del Oro y levantar los ojos luego para encontrarme con la Giralda y seguir mirando hacia arriba en busca de la luna sevillana.

Y así iba pasando la noche hasta que la intuición me llevó a otro garito. No tenía mucho ambiente, hasta el punto que mi compañía no pudo resistirse a preguntarle a la camarera: "es que hoy vais a cerrar ya?". Su respuesta lo dejó claro: "pero si acabamos de abrir! No nos queda noche ni ná!". Y efectivamente, la noche le iba a dar la razón.

De repente se hizo el silencio, una guitarra apareció de la nada y una voz empezó a cantar. Tras la primera impresión, llegó la confirmación... "Tómate esta botella conmigo..." las letras que siempre he asociado a Calamaro cobran un nuevo significado con ese acento del sur. Uno de los camareros que está detrás de la barra se ha arrancado con otra... "Hasta cuando suspiras yo te adoro vida mía...". La magia de la noche sevillana aparece, ese "duende" del que tanto presumen se ha colado ya entre nosotros. Uno de los más veteranos se pone en pie y clama al cielo "No me culpes a mi de las heridas. Para que no me culpes en la vida necesitamos caminos tan opuestos...". Las palmas acompañan a la guitarra. El silencio demuestra el respeto de todos los que allí estamos. "Procuro olvidarte... Procuro alejarme... Y llega la noche y de nuevo comprendo que te necesito...", versos que se enlazan... "Na te debo, na te pido..."

Fue una hora donde la energía no dejó de fluir. Donde se demostró que una guitarra, unas palmas y la voz son suficientes para poner los pelos de punta. Para demostrar que la música es sentimiento y os puedo asegurar que allí, aquella noche, entre no más de 50 personas y a menos de un metro de quien cantaba y tocaba había más sentimiento y más emoción que en muchos conciertos. Allí había magia, había duende, el que sólo puedes encontrar en Sevilla.

J&B


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