De Gonzalez Catán, el colectivo, y la cancha de Boca y tal y cual. Todo eso está muy bien, pero cuando uno está en Buenos Aires y formula esa pregunta tan española, que siempre nos saca de apuros, aquello de: "Y aquí dónde se sale?" el primer reflejo de un bonaerense es responder: "Y... por Palermo, claro". El barrio de Palermo es un área cuadriculada de casas bajas conocida por su ambiente artístico y festivo. Una noche en Palermo comienza, a menudo, arreglando el mundo frente a una parrilla. Acto seguido, hay que elegir un bar en el que rematar la cumbre, pero no es cosa fácil: esta ciudad es todas las ciudades y entre las casas bajas de Palermo conviven el Born y Malasaña. Como siempre es mejor fiarse del primer impulso, entramos en ese sitio donde habíamos visto gente con guitarras. Se llama Makena Cantina Club y está en el 1519 de la calle Fitz Roy. El escenario está montado en plan mezzanine encima de la barra y, aunque está vacio, el pibe de la barra nos asegura que la música en directo volverá en unos minutos... y... claro... es martes, son las Captive Reggae Sessions del Makena!
No nos ha dado tiempo a empezar la cerveza y una apertura ska rockera retumba sobre nuestras cabezas. Son unos habituales de la sala y en el programa se llaman Zombie Ska pero también se hacen llamar El Zombie Band. Forman un simpático grupo salvaje, que prepara un potente cóctel ska, rock, reggae y latino en el que destaca la violenta energía de la vertiginosa Luz y la soltura, a veces excesiva, de Guillote, el guitarrista. El exotismo estético y musical me hacen pensar en la genial Mayumi Kojima, pero en una versión mucho más desatada. Un descubrimiento más para aplacar el apetito musical festivalero.
Palermo y la sala Makena fueron una interesante experiencia en Buenos Aires, pero quien dice Buenos Aires, dice tango y no nos queríamos ir de la ciudad sin probar el delirio. Para ello, escogimos una dirección en el barrio de Almagro, el 4006 de Sarmiento. Allí esta la milonga conocida como La Catedral. Se accede a través de un portal que parece el de un inmueble cualquiera, pero en el primer piso, la primera puerta a la derecha da paso a una especie de hangar o de nave industrial en la que reina una media penumbra. Está decorada con todo tipo de elementos reciclados y en las paredes hay colgados un sinfín de cuadros de todos los tamaños y estilos imaginables. No hay nadie. Las clases comienzan a las siete y media así que atravesamos el silencioso parquet de la pista de baile para sentarnos en una mesa. Desde allí podemos ver el escenario, un gigantesco altar en el que reposan algunos instrumentos, presidido por un enorme retrato de Gardel a modo de retablo. Poco a poco llegan otros aspirantes, estamos en familia, pero dos profesoras comienzan la clase de manera informal. Tres horas más tarde, somos capaces de calzar un ocho en un cuadrado y ya empezamos a entender de qué va eso del abrazo. A partir de las once, dejamos la pista para los expertos y nos damos a las pizzas vegetarianas y las quilmes de litro, sumidos en el placer de ver aquella lucha cuerpo a cuerpo al ritmo de una música que ya no existe, que viene de otro tiempo.
Dr. J
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