El pasado once de agosto me subí en un avión con destino Budapest. Llevaba tiempo sin salir de España y cualquier excusa me parecía buena para hacerlo. En esta ocasión, la excusa tenía nombre propio: Sziget Festival. Generalmente las expectativas son bastante tramposas, de ahí la existencia de los términos “decepción” o “grata sorpresa”, y en cuanto al Sziget las expectativas eran altas. Me habían hablado mucho y muy bien de este festival y me temía que fuera mejor el relato que la realidad, de manera que no conseguía ahuyentar esa voz cojonera dentro de mi cabeza que me decía cosas como “tú ya no estás para pegarte cinco días de festival”. Pero las ganas estaban ahí, y además la compañía era inmejorable, así que había que comprobar hasta qué punto seguía entrenado para aguantar una maratón de esas proporciones.
Después de una noche casi sin dormir por los nervios de la anticipación y de un día de trasiego por aeropuertos, llegábamos, tres reincidentes y seis primerizos, al viejo puente que cruza el Danubio para adentrarse en la isla de Óbuda, nuestra patria durante los próximos días. Ya se podía oír el pulso del festival, sonando como los latidos de un ser vivo que se alegra de verte, y nos dejamos absorber por la procesión de mochileros. Entre todos los idiomas destacaba uno que entendíamos todos a la perfección, y es que las risas no saben lo que es una frontera. Recuerdo haber sentido algo muy parecido cuando, de pequeño, me llevaron por primera vez a un parque de atracciones.
Superados los trámites de la entrada nos dirigimos, por la trama de interminables caminos de tierra que recorren la isla, a la zona donde nos habían reservado un hueco para acampar. Sobre nuestras cabezas, enjambres de luces que punteaban las ramas de los árboles, farolillos de papel o paraguas colgados a centenares que creaban cúpulas de colores. Con los ojos bailándome en todas direcciones como a un camaleón, tratando de absorber toda la información posible de aquella bomba de estímulos, apenas tuve ocasión de hojear el pasaporte que nos habían dado en la entrada, que informaba de todas las zonas, actividades y conciertos, y que nos acreditaba como “sziudadanos” durante el tiempo que permaneciéramos en Óbuda. Ese anticipo de lo que nos esperaba ya hacía difícil contener la alegría que revoloteaba en el estómago, y yo sólo podía pensar en beberme mi peso en cerveza y ponerme a bailar, que a eso habíamos venido.
El primer día que pasas en el Sziget es tan fascinante como extraño. No acabas de ser consciente de dónde estás, como si estuvieras viendo una película bizarra, o más bien un circo en el que todo tiene sentido porque nada es del todo real. Pero cuando nos retirábamos a nuestras respectivas tiendas de campaña a dormir, la voz cojonera aún estaba ahí, más tímida pero igual de obcecada en sembrar las dudas: “sí, muy bien, pero esto sólo ha sido un día. Verás cuando lleves tres o cuatro”.
Si tuviera que decir en qué momento las expectativas quedaron atrás y dejé de analizar lo que estaba pasando creo que elegiría aquella primera mañana, aquel primer despertar después de la primera noche de fiesta cuando, tras una ducha imprescindible, me reuní con el resto de gente, la que había venido conmigo y la que habíamos conocido la noche anterior, para desayunar bajo la sombra de un árbol. En ese momento las horas desaparecieron, lo sé porque, de pronto, sin saber muy bien cómo, era de noche otra vez, y yo ya me sentía, irremediablemente, parte de aquel lugar. Para entonces, ya me había enamorado siete veces, había bailado hasta que me salieran ampollas en los pies y había reído hasta tener agujetas en los músculos de la cara. Pero lo que es más importante: ya no me quería ir de ahí ni por todo el oro del mundo. Me había convertido, por propio derecho, en Sziudadano.
Con esa facilidad pasaron los días, entre conciertos de todo tipo y sesiones increíbles de música electrónica, entre paseos por un bosque iluminado por luciérnagas artificiales, con esa tranquilidad que da el saber que estás donde y con quien quieres estar, hasta que cinco días después, en el lapsus de tiempo que pareció a la vez un parpadeo y una gran travesía, nuestro país de las maravillas particular empezaba a desmontarse ante nuestros ojos. Y mientras los operarios desmontaban las carpas y los “sziudadanos” sus tiendas de campaña, nos miramos con incredulidad. Alguien le había dado al fast forward del mundo y no nos habían avisado. Habríamos pensado que todo había sido un sueño, uno especialmente realista, de no ser por las pulseras de nuestras muñecas, las agujetas en nuestro cuerpo y ese compendio de palabras nuevas y absurdas que habían sido acuñadas durante los cinco días. Y volvimos a cruzar el puente, que ahora tenía una simbología muy diferente, con la sensación de que aquella no sería la última vez que lo cruzaríamos.
Por cierto, creo que me dejé la voz cojonera en algún rincón de la isla de Obuda, porque no la he vuelto a oír. Si la encontráis, tampoco le hagáis mucho caso; no sabe lo que dice.
Manu Pacheco
Sziget 2017 - Aftermovie
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